Fotografía de Helen Jackson
Koe no había nacido en la aldea, pero no fue ese el motivo por el que la eligieron. Las cábalas señalaron su estrella inequívocamente y ella avanzó hacia las sacerdotisas temblorosa, demasiado orgullosa como para intentar pasar desapercibida. Todas las madres lloraron al verla marchar, aferrándose a sus hijas, que compartían con la niña los ojos y cabellos oscuros.
La cueva estaba en lo alto de un cerro y Koe se hirió los pies durante el ascenso. Sus pisadas sanguinolentas marcaban el ritmo de la procesión. La acompañaban las mismas sacerdotisas quienes la habían hallado diez años atrás entre las dedaleras que bordeaban el templo. El eco de su violento llanto las había distraído de sus rezos para conducirlas hasta la expósita y desde entonces la habían cuidado.
La luna derramaba su sentencia carmesí sobre la entrada de la cueva. La niña se agachó para recoger las dedaleras y las apretó contra su pecho.
—Puedes negarte —susurró una anciana—. No eres una de las nuestras.
Koe sonrió y señaló al firmamento. La aldea la había acogido cuando no era más que el eco del desarraigo de alguien que no la amaba. Al bautizarla y darle una estrella, como a todas, la habían reclamado para sí. Ahora la luna exigía su cuerpo como podría haberle sucedido a cualquier otra niña.
Dentro de la cueva había un altar, al que Koe subió sin ayuda, derramando las dedaleras sobre su vestido. Las sacerdotisas extrajeron agujas y tintes. Sabían lo que debían hacer, pero vacilaron antes de marcar aquel cuerpo diminuto que ellas mismas habían alimentado y visto crecer.
Koe no lloró. El dolor de las agujas dibujaba una historia en sus pensamientos: la luna había parido a sus hijas en forma de lágrimas carmesíes. En mitad de la selva, surgía una aldea que nunca olvidaría a su diosa madre. Varias generaciones cultivaban la tierra con los ojos puestos en el cielo, a sabiendas de que se desvanecerían antes de volver a nacer. Koe se estremeció cuando marcaron la silueta de la aldea en su espalda, los rostros de sus mayores en su pecho y a las niñas de antaño en sus brazos. Los ríos se deslizaron caudalosos por sus piernas y cada árbol de la selva halló refugio en su vientre. Sintió caer el peso de las rocas sobre sus hombros y hasta las motas de polvo se incrustaron dentro de ella. Era tan abrumadora su carga que supo que sus miembros no volverían a moverse en siglos.
Una vez concluida su labor, las sacerdotisas besaron las manos inertes de la niña antes de sellar la cueva. Ya no lamentaban nada, pues sabían que cuando Koe escapara de su prisión y derramara la tinta sobre la tierra el eco de aquel día sería suficiente para insuflar vida de nuevo al mundo. Ninguna de ellas moriría jamás.
Publicado originalmente en Divergencia Cero Podcast.