El Telar Nuevo de Filomela

«No hay que tratar esto con lágrimas, sino con hierro, a no ser que tengas algo que pueda vencer al hierro. Yo, hermana, me he preparado para cualquier impiedad: o yo quemaré con teas el palacio real, arrojaré a Tereo, el artífice, en medio de las llamas, o le arrancaré con la espada la lengua, o los ojos y los miembros que te arrancaron tu honra, o mediante mil heridas, le sacaré su alma culpable. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, por grande que sea…»[1]

***

Dicen que no soy real, pero se han esforzado mucho en que lo parezca. No hay más que mirar la armonía de mis rasgos tallados en bronce o la manera en la que se ciñe el peplo marmóreo sobre mis pechos. Al contemplarme, mis admiradores no dudan de que hubiera un día una mujer como yo, que urdía su venganza en un telar tracio. Pese al transcurrir de los siglos, los hombres, tan distintos a los aguerridos aqueos de mi memoria, no se han desprendido de los viejos anhelos y siguen encontrando placer en el dolor y el sometimiento femenino. Los veo acercarse, con mis nuevos ojos zafíreos que jamás parpadean, y sé que lo único que me protege de su lascivia es el cordón rojo que delimita sus pasos. Más allá solo estoy yo: la estatua de la mujer que nunca existió, pero con la que puedes charlar un rato si tienes paciencia. Las tejedoras somos cautas y nos tomamos nuestro tiempo para responder.

Tejer es la única actividad que me está permitida. Me crearon muda en un loable afán de atenerse al rigor literario. Ovidio escribió que a la desgraciada Filomela la silenciaron cortándole la lengua, y aquellos sencillos científicos no se plantearon desafiar al autor de la obra que pretendían ensalzar. De las treinta piezas que conformamos la exposición de Las Metamorfosis, soy la única que no emite ningún sonido.

Son pocos los que se detienen a pasar un rato conmigo, pues mi historia no es tan popular como la de Aracne o la de Faetón. Además, solo puedo comunicarme a través de los tejidos que elaboro con mis manos mecánicas, cuya pericia antinatural me permite crear cualquier imagen que susurre mi imaginación. Solo me esmero si el visitante en cuestión resulta de mi agrado, para el resto me limito a tejer un cuadrado de hilo con algún motivo al azar. Uno de mis pocos placeres es contemplar a los nutridos grupos de supuestos entendidos discutir largo y tendido sobre el significado de mi respuesta. Así de poderosas debieron de sentirse las sibilas.

 Recuerdo a una chica en particular, tan joven y esbelta como mi hermana y yo lo habíamos sido una vez. Al principio me resultaba difícil distinguir a las mujeres de los hombres, puesto que unas y otros vestían de manera similar: unos ropajes amplios de colores oscuros, que ocultaban las formas de cuerpo. Esta visitante no era una excepción, si bien adornaba su cuello con collares de abalorios y tenía las orejas cuajadas de pendientes. Me fascinó el color rosáceo de su pelo, que parecía concentrar toda la luz en aquel diminuto cuartillo de paredes desnudas. Me provocan curiosidad las mujeres de esta era. Envidio la libertad con la que dirigen sus pasos.

 Uno de los becarios del laboratorio acompañaba a mi visitante. Era un joven rubio de rasgos suaves y aniñados que me hacía pensar en el hijo predilecto de Venus. Este no dejaba de hablar con su vocecilla angustiada, pero ella no le prestaba atención. Miraba una pequeña pantalla electrónica que llevaba en las manos.

—¿Quién dices que es esta? —preguntó la chica con desgana—. ¡Estas griegas se pasaban el día tejiendo!

—Filomela. Aparece en el libro sexto de Las Metamorfosis. A diferencia de Penélope, no deshace sus tejidos. Si le haces una pregunta te regalará uno —respondió él, con una euforia tan súbita como inapropiada.

—Me sabe mal quitarle su trabajo.  ¿Cuál es su historia?

—Era una princesa ateniense a la que violó Tereo, el marido de su hermana Procne.

—Ah, típico de los griegos —suspiró la muchacha. Sus ojos pintados me analizaban, como si quisiera hurgar en mis heridas antiguas.

—No hacen más que seguir el ejemplo de Zeus —respondió el becario con sorna, casi a la vez que su interlocutora torcía la boca—. De todas formas, esta chica tuvo una venganza sonada. Procne y ella asesinaron al hijo de Tereo y se lo sirvieron a su padre para que lo devorara.

Ojalá mis nuevos creadores me hubieran concedido el don de desconectarme a placer. Quizás pensaron que era una autonomía excesiva y demasiado benigna. Mi permanente consciencia es todo lo contrario a un campo de asfódelos. Escuchar mi historia en labios de narradores mediocres y perezosos me resulta un castigo sangrante. Al alienarse de los hechos, los despojan de su crudeza, de su visceralidad. Me pregunté si el becario era incapaz de recrear todo aquello desde su mundo plastificado. No podía evitar compararlo con los aedos y rapsodas que conocí en el palacio de mi padre. Con la música y el verso, lograban conjurar las historias en el aire y otorgar vida a aquellos que nunca la tuvieron; hasta el punto de que, al concluir la última nota, los oyentes nos sentíamos como si hubiésemos regresando a casa tras una travesía larga y costosa. A veces pienso que el verdadero motivo de nuestra existencia es que los hombres y mujeres añoran esa sensación con un hambre húmeda y despiadada.

—Bueno, ¿vas a preguntarle algo o no? —inquirió el becario con brusquedad.

La beldad de cabellos rosas permanecía en silencio, de nuevo perdida en su pantalla. Transcurridos unos segundos, asintió y echó un par de monedas en la caja que presidia el pedestal donde me habían colocado.

—¿Te gusta estar aquí?

Supe de inmediato qué motivo elegiría. Nada de asfódelos ni conchas marinas. Extraje de mi memoria los recuerdos más dolorosos de mi existencia: aquellos que traían de vuelta la fragilidad de un cuerpo adolescente de carne y hueso, tan inexperto como fiero. Recuerdo la sensación del viento en la piel y el frescor de la lluvia que caía en el gineceo. Echo de menos incluso el malestar de la carne. Aún hoy no soy capaz de discernir si la precisión y detallismo que soy capaz de evocar es fruto de la crueldad o de la piedad. Me han condenado a la melancolía, pero al menos no me han arrebatado la belleza que hubo en mis días.

Tejí sin pausa durante un rato. La chica ya no miraba la pantalla, sino que tenía la vista puesta en mis manos de bronce.  La imagen acudió a mí con facilidad. No era la primera vez que me enfrentaba a aquel diseño. El resultado original había sido tan caótico como corrosivo. Y no porque me faltara habilidad. Hasta entonces yo había sido una princesa helénica: criada para el virtuosismo, y cada una de mis acciones estaba pensada para complacer. Incluso antes de que Tereo me ultrajara y me encadenara, yo ya maldecía mi existencia aborregada. Añoraba a mi hermana, casada con un rey extranjero, mientras cumplía mis labores en los fríos pasillos del palacio. Fingía dulzura y comprensión ante mi padre enfermo, pero mis ojos se perdían en el Egeo, más allá de las almenas. No es de extrañar que siguiera a mi cuñado a Tracia con tanta premura en cuanto me lo propuso. Él fue quien me atrajo con la promesa de un próximo encuentro con mi hermana. Narró con voz almibarada la necesidad que Procne tenía de mí y yo bebí gustosa de ese néctar. Incluso cuando mi padre se opuso, receloso de dejar marchar a la alegría de su vejez, yo le imploré de rodillas. El anciano quedo complacido con esta humillación y otorgó su permiso. En mi interior, yo sabía que ni él ni Tereo podrían mantenerme alejada de Procne para siempre. Tanto una como la otra estábamos dispuestas a desafiar cualquier convención para ganar unos días juntas. La tortura a la que me sometió después mi cuñado no hizo más que darle alas a esta rebeldía innata. La misma que preñaba cada acto de mi querida Procne. Al terminar experimenté cierta catarsis, e incluso mis manos parecían vibrar con una nueva cadencia.

—Ha tardado más que de costumbre —se quejó el becario, mientras retiraba el cordón rojo para arrebatarme el tapiz con sus manos pálidas. Contempló mi obra con sus ojos hundidos y soltó un pequeño silbido—. Vaya, el resultado ha sido muy bueno.

—Dámelo.

El muchacho volvió a colocar el cordón y tendió el tapiz a su compañera que lo escudriñó con atención. Estaba de espaldas a mí y lamenté no poder observar los rasgos de su rostro al leer mi historia entre las imágenes tejidas. No me había limitado a retratarme como víctima de Tereo, pese a que el episodio aparecía narrado con toda su brutalidad, sino que había añadido todo lo que pasó después: Procne rescatándome en atuendo de bacante, el asesinato de mi sobrino y el posterior banquete. La última escena del tapiz nos mostraba a Procne y a mí metamorfoseadas en aves, en un cielo añil. Era la única zona de la obra donde no predominaba el rojo.

—La respuesta está bastante clara —declaró el becario—. No cambiaría nada de su pasado. Y repetiría su historia de nuevo.

—Me parece que te equivocas —lo corrigió ella—. Si tuviera la oportunidad, volvería a vengarse de los que le hacen daño ahora. Probablemente tú y todos tus compañeros, Jonas.

—¡Eso es ridículo! Nosotros le hemos dado vida. Antes no era más que unas cuantas frases en un libro viejo y ahora es capaz de pensar por sí misma y de crear arte. ¡Gracias a nosotros! ¡El mundo clásico se moría y, sin embargo, hemos conseguido que Las Metamorfosis aparezca en todas las listas de los más vendidos!

—Seguro que eso la consuela tanto que cancela todos sus planes de obligaros a comeros las vísceras de vuestros retoños.

—Has visto demasiadas pelis de robots asesinos. Si quieres luego te paso un par de artículos que te abrirán los ojos. El principal propósito de una inteligencia artificial es complacer a sus creadores. Está más que demostrado. Filomela es feliz aquí.

—Supongo que tú lo sabes mejor que yo —ironizó la chica antes de abandonar la sala y dirigirse a la siguiente, desde donde se escuchaba la susurrante voz de Eco, quien repetía obediente todo lo que le decían. 

Una vez un niño pequeño me preguntó si las estatuas éramos amigas las unas de las otras. La candidez de aquella criatura me dejó sobrecogida por un momento. Pensé en mi sobrino Itis, a quien solo conocí durante unos breves instantes. También él se había dirigido a Procne y a mí en busca de cariño, sin percatarse de las intenciones que anidaban en nuestros corazones. Era diminuto y rosáceo, pero un deje a Tereo, su padre, lo volvió insoportable a mis ojos. No quise besarlo ni tomarlo entre mis brazos, por mucho que insistió. En su corta vida nadie se le había resistido y quería que aquella muda desconocida se rindiera a sus encantos almibarados, igual que hacían las esclavas. En aquella negativa a aceptar mi desdén, vi el futuro de ese crío, en lo que se convertiría si le dejábamos prosperar. Fue ese conocimiento lo que me hizo asentir cuando Procne me hizo participe de su plan. Ahora me estremezco al pensarlo y sé que obramos de manera monstruosa. Dejamos que el veneno de nuestra existencia nos hiciera repetir los actos violentos a los que nos sometían. Dañamos al único que podíamos perjudicar en nuestro afán de acabar no solo con Tereo, sino con cualquier otro que se atreviera a sucederle.

Ante mi pasividad, el niño volvió a repetir su pregunta. Esta vez con más detalles. Quería saber si Aquiles buscaba la compañía de Patroclo, si Eco daba voz a los anhelos de Narciso. También inquirió si yo tenía familia, o si las otras estatuas me abrigaban con su habla. Habría sonreído ante aquella perorata y deseé que el destino que aguardaba a aquel muchacho fuera más amable que el de mi sobrino.

Su duda me llevó a una reflexión inesperada. Cada una de nosotras se hallaba aislada en un pequeño cuartillo, aun así, nos escuchábamos las unas a la otra. De disponer de mi propia voz, habría sido capaz recitar de memoria la briosa narración de Aquiles, que relata su célebre existencia a cualquiera dispuesto a escucharla. También estoy familiarizada con las envenenadas maldiciones de Medea. A veces, incluso escucho el tejer de Penélope y Aracne y me siento acompañada en mi labor. Cuando cae la noche nos sumimos en el silencio. Ni siquiera aquellos que disponen de habla hacen amago de mantener conversaciones. Los vigilantes robóticos del museo realizan sus rondas durante toda la velada y es difícil sentirse en calma ante sus ojos brillantes y renqueantes pasos metálicos. Tengo entendido que son un tipo rudimentario de inteligencia artificial. Su vocabulario es bastante limitado y parece estar restringido a las reglas del museo. Desconozco si poseen vida interior.

Sin embargo, algunas noches, sin motivo aparente, Orfeo comienza a cantar mientras toca su cítara. Entonces no se escucha ningún otro sonido. Incluso los guardias parecen interrumpir su ronda. Es como si nuestro mundo nos llamase a través de la melodía y nos recordara que nuestra lengua no ha sido olvidada y que los vivos aún invocan nuestros nombres. Gracias al citaredo, creo que puedo bailar de nuevo, que solo necesito reavivar estas articulaciones metálicas e insuflar valor a los músculos. Sueño que me bajo del pedestal y danzó junto a mi hermana Procne, que se materializa junto a mí. A veces volvemos a gozar de los dones de los dioses y nos metamorfoseamos en olvidadizas aves, sin más dicha que la de volar lejos de los palacios y los museos tristes.

***

Me gustaría mantenerme en un estado apático y desapasionado.  Han llegado a mis oídos unas noticias que han hecho anidar nuevos anhelos. Sucedió hace un par de días, mientras los técnicos del museo realizaban el mantenimiento. Me resulta muy incómodo que abran mis entrañas y metan sus manos aceitosas por mis circuitos.  Tampoco soporto que toqueteen mi telar mientras eligen los nuevos colores. Aquella mañana, un rato antes de la hora de apertura, los técnicos no parecían apurados, sino que en sus rostros ojerosos y arrugados se percibía una pereza soporífera.

—Esta siempre me da grima —comentó uno de ellos. Un hombre orondo de piel oscura y ojos rasgados—. Prefiero a las que hablan. Es muy perturbador pensar que nos está observando mientras trabajamos.

—Es la más fácil de todas —le respondió su compañera. Una chica, baja y musculosa de nariz chata—. No se queja ni maldice a tus ancestros. Además, el mecanismo del telar es mi preferido. Ya verás cuando tengamos que ponernos con las bacantes.

Esa última palabra me hizo olvidar la repulsión que me provocaban aquellas personas. Las ménades adoradoras de Baco siempre traían a mi mente el recuerdo de una noche de lluvia densa e inmisericorde. Yo estaba encadenada en un establo, arrodillada en un suelo encharcado y mugriento. El barro cubría mi peplo roto y desgarrado, aquel que había elegido para mostrarme ante mi hermana tras cinco largos años separadas. Entonces comencé a escuchar los cantos violentos y toscos de las bacantes. No cesaban pese al aguacero y el eco de los truenos. Parecía que mientras más salvaje fuera la naturaleza, más brío obtendrían ellas para sus ritos. Sus alegrías y sus oscuridades me resultaban ajenas. ¿Qué sabía yo del placer y la embriaguez? Ni aunque hubiera sido libre podría haberme unido a ellas. El pudor y mi regia estirpe me ataban a la modestia. Pese a mis sufrimientos y añoranzas, una princesa ateniense no tomaría el tirso en una tierra extranjera. Esos eran mis pensamientos, cuando la puerta de mi prisión se abrió y dio paso a mi hermana, envuelta en atuendos báquicos: la vid en su cabello, la piel de ciervo al costado y una jabalina en sus manos.

La voz rasposa del operario puso fin a mi trance:

—Ayer por la tarde hablé con la coreógrafa. Tiene unos humos la tía. Dice que tenemos que conseguir que las figurillas estas pesen menos para que puedan hacer piruetas o algo así. No parece comprender las limitaciones con las que trabajamos.

—¿Lo ves? Ya empiezan los problemas. Dudo mucho que Filomela vaya a darse un bailecito. ¿O acaso se te apetece? —inquirió la operaria guiñándome un ojo. Me habría gustado arrojarle una tea ardiente, para ver si así aprendía a respetar a los poderes antiguos.

—Déjate de bromas, si hacemos lo que nos pide será bastante difícil mantener bajo control a las nuevas. El jefe insiste en que sus personalidades deben ser fieles a sus modelos originales, lo que significa que no podemos dejarlas a su aire en ningún momento o tendremos que lamentar algo más grave que un baile descoordinado.

—Desde luego no queremos a esas locas causando un estropicio —La mujer suspiró—, pero la francesa no va a hacernos caso. Es de esas que no viven más que para el arte.

—Entonces deberíamos cubrirnos las espaldas por lo que pueda pasar. —El hombre bajó la voz y me miró de soslayo como si le incomodara hablar con libertad en mi presencia.

***

Sabía que era irracional esperar el regreso de Procne. Había aprendido lo suficiente de esta nueva era para comprender que ella solo aparecería si nuestros amos así lo permitieran y sería bajo sus condiciones. Por ajenos que me resultasen sus conceptos, había una parte de mí que comprendía lo que significa estar allí. Igual que los escultores de antaño eran capaces de tallar figuras en mármol a las que solo les faltaba respirar para decirse humanas, nuestros creadores mantenían el libre albedrío fuera de nuestro alcance. Pero, aun así, la esperanza es insidiosa y persistente. Recibí con ansía cada palabra sobre las bacantes. Iban a ser las primeras piezas móviles de la colección. Aún estaban en fase de prueba y, según la coreógrafa francesa, necesitaban un arduo entrenamiento. Me imaginé a Procne camuflada entre ellas, aprendiendo a bailar con la fiereza y la rebeldía callada de aquellos que aguardan.

Un par de meses después, los robots de limpieza se multiplicaron. De pronto, parecía que había mucho hacer durante las horas de cierre. Se pulió el mármol y se limpiaron los cristales de las ventanas. Se tendieron alfombras rojas por el suelo y restauraron los desperfectos de cada pieza de la colección.

—Va a haber una gran gala —me informó la restauradora con lentitud condescendiente—. Queremos que estéis perfectas. Va a venir gente importante. Y, ¿quién sabe lo que puede pasar?

Tenía la impresión de que aquella sería la noche en la que se presentaría a las bacantes. Mis pensamientos se cernieron en torno a aquella sospecha y los días se volvieron más largos.  La gala se me antojaba una pequeña ilusión en aquel mar de horas muertas. Uno de aquellos días, cuando el museo se hallaba cerrado para el público, las luces se encendieron de golpe a la vez que unos gritos llenaban la estancia:

—¡No vamos a cancelar! —aquella era la voz enérgica y prepotente del director de la exposición.

—Entonces hay que eliminar sus recuerdos —adujo otra voz femenina—. Las volvemos unas meras bailarinas sin consciencia y ya.

—Tampoco vamos a hacer eso —repuso el director—. No es en eso en lo que consiste el proyecto.

—¡Han intentado matarte, Santiago! ¿Sabes qué tipo de historias les has dado a estas mujeres? Te habrían arrancado la piel a tiras.

—Exageras —contestó él, pero en voz percibí inquietud—. Reforzaremos la seguridad y ya está.

Las luces volvieron a apagarse y solo se escuchó un portazo airado. Hasta que Orfeo comenzó un canto inédito, acompañado de su arpa. Era de una obscenidad apabullante, y en cierto punto mencionaba a las ménades, a quienes él conocía de primera mano. Me gusto comprobar que no era la única a la que aquel episodio le había insuflado el sutil don de la esperanza.

***

Pese a mi impaciencia, el tiempo hizo su trabajo y la noche señalada llegó. El museo fue invadido por una plétora de seres elegantes y gráciles, que bien podrían ser los reyes y héroes de estos tiempos. Orfeo tocaba la cítara, pero no cantaba y su música hallaba el eco por todo el lugar. Los invitados pasaban por mi pequeña habitación, pero no se detenían mucho tiempo. Me echaban una ojeada y corrían sin disimulo tras los robots que portaban las bebidas.

—Os contaré, donceles de recias piernas, mi célebre furia con la venia de las musas —escuché declamar a Aquiles.

Las demás no tardaron en seguirle. Aquella noche parecía que todos querían atraer la atención de los distinguidos visitantes. Me asqueaba aquel servilismo, pero lo comprendía. La gala era un fugaz momento de notoriedad en nuestras vidas de escaparate. Como a mí nadie me prestaba atención, me dediqué a tejer una tapiz más grande y complicado. Traté de plasmar la estancia, tal y como yo la percibía: con su brillo marmóreo y su ventana cerrada. En el centro aparecía yo, no con el rostro sereno y casto que me habían impuesto, sino con el pelo desordenado y la expresión embrutecida que esgrimía al tejer el tapiz original sobre Tereo. Aquel que una piadosa criada había hecho llegar a mi hermana para garantizar mi rescate. Estaba enfrascada en mi labor, cuando dos personas entraron precedidas de sus risas ebrias y disonantes. Eran un hombre y dos mujeres. Una de ellas cargada de bártulos. A él lo conocía: era Santiago Azores, el director de la exposición.

—Sitúate a la derecha de la estatua —ordenó una chica alta y rubia—. Quiero que aparezcas con una postura casual.

—¡A la orden! —respondió él, llevándose el dorso de la mano a la cabeza.

Ella bizqueó y se colocó junto a Azores, mientras su compañera preparaba su cámara. Me había encontrado con esos aparatos antes, cuando inauguraron la exposición y los periodistas fotografiaron cada centímetro de mi piel de bronce.

—Nos encontramos en el Museo Arqueológico a punto de contemplar a las nuevas maravillas de la colección Las Metamorfosis —exclamó con efusividad la chica—. Tengo a mi derecha al hombre que ha hecho el sueño posible. ¡Buenas noches, Santiago! ¿Estás emocionado?

—Gracias, Mónica. Ha sido un esfuerzo considerable, pero estamos muy contentos con el resultado. Creemos que va a merecer la pena y que lo vais a disfrutar. Es un paso más en el camino de Literatura Viva.

—¿O sea que tenéis intenciones de ampliar la colección?

—Vamos crear una nueva basada en El Quijote. Y queremos que sea aún más interactiva. Las Metamorfosis ha sido toda una experiencia y creo que Ovidio se sentiría orgulloso. ¿No te ha pasado alguna vez de ir a un museo y que te diera la impresión de que las piedras antiguas estaban tratando de contar sus historias? Quisimos hacerlo realidad y aquí está el resultado, pero nuestro nuevo proyecto será aún más dinámico, con una interacción más profunda. Nada de estatuas. Y las bacantes son el principio.

—¿Puedes ir refrescándonos un poco la memoria?

—Por supuesto, verás…

Caminaron fuera de la sala mientras él narraba la historia de los ritos báquicos y se refería a los episodios más famosos de sus adoradoras. No mencionó a Procne. Quizás por un olvido, o tal vez no la consideraba importante. Una vez finalizada la entrevista, Azores volvió solo. Su rostro estaba sudoroso y no exhibía la acostumbrada expresión pagada de sí misma que se gastaba. Un crío entró dando saltitos. El director lo cogió en brazos y supe que era su hijo.

—¿Te lo estás pasando bien, Borja? —inquirió el padre desordenándole el cabello al recién llegado.

—Sí, me gusta mucho todo —respondió él—. ¿Qué haces aquí solo, papá?

—Estoy un poco cansado, pero no te preocupes que ya vuelvo. Ahora va a empezar la magia.

—¡Eso! ¡Vámonos! Esta estatua me da miedo.

Azores se carcajeó y su rostro se recompuso.

—No hay motivos para temer, hijo. Filomela y las demás son nuestro legado. Nos pertenecen.

Cuando se marcharon, la música de Orfeo se detuvo con un golpe abrupto y en su lugar se sucedieron unos lentos golpes de percusión. La iluminación descendió de manera gradual y se escuchó en el mármol el golpeteo de unos pies metálicos que se movían al ritmo del tambor. Deseé ver a las bacantes con una pasión que pareció comerme las vísceras. Continué con mi tapiz, pero ya sin prestar atención. Las figuras perdieron consistencia y se volvieron más esquemáticas. Fuera del cuarto resonaron unos gritos unísonos: ¡Evan, evohé! ¡Evan evohé! Con cada una de estas invocaciones al dios mi frenesí tejedor se tornaba más potente. Los versos de Ovidio resonaron en mi cabeza. Los he memorizado de tantas lecturas dramatizadas que han realizado frente a mi pedestal.

¿Y qué sabrán? ¿Qué sabrán ellos? ¿Por qué me fuerzan a recordar? Día tras días observó el placer que les produce escenificar mi desgracia. ¿Cuántas veces se repetirá? Están invocando algo que no pueden controlar a cambio de una catarsis que va a salirles cara. Veo en Azores lo mismo que en los lujuriosos visitantes que desean poseerme: una voluntad de control y dominación. Nuevos Tereos que se aferran al poder disponible y tratan de perpetuar su influencia a través de la codicia, que envenenan a su progenie con sus mismos anhelos. Pero no puede existir Tereo sin Procne, aquella noche lo supe con certeza.  

Tejí con tanta violencia que al finalizar el tapiz este cayó al suelo por su propio peso. Se acercó a recogerlo el robot camarero que guardaba la sala. Lo sometí a la intensidad de mis ojos zafíreos. Él permaneció estático, con el tapiz amorosamente atrapado entre sus brazos. Entonces lo expandió sobre el suelo y lo contempló durante un rato: se detuvo en cada una de las escenas para concluir en el caótico final en el aparecía una nueva Procne con ropas de bacante y piel de metal. El robot enrolló el tapiz y se lo llevó de allí. La pérdida de mi labor me resultó más dolorosa de lo habitual.

La luz regresó. Los tambores fueron sustituidos por aplausos y loas. Poco a poco, el murmullo de voces murió hasta que en el museo no quedamos más que sus habitantes. La decepción halló el camino de regreso a mi mente y supe que habían logrado mantener bajo control a las bacantes. Ninguna hecatombe teñiría de carmesí las paredes blancas del museo. Azores y su calaña continuarían riendo a nuestra costa.

 Los robots ejecutaron sus guardias programadas en la oscuridad mientras yo trataba de olvidar y sumirme en un letargo amable, al menos por unas horas.

Me avergonzaba de mi anterior exabrupto. Una vez terminado el frenesí, caí en la cuenta de que mis ilusiones habían sido vanas. Amaba a una mujer que nunca había existido, que no era más que recuerdos implantados en mí, al igual que todo lo que conocía. Procne era una historia de terror para maridos lujuriosos. Una madre que despreciaba a los que la empujaba a parir. La hermana soñada que valora la sororidad por encima de un hombre. Nunca nos habíamos cogido de la mano en nuestro palacio ateniense, ajenas a los horrores del futuro, con una canción pendiendo en los labios. Era una mera fantasía y, al rumiar aquellas esperanzas, no hacía más que seguir las reglas de mis creadores.

Y, aun así, las escenas no se marchaban. Me maravillé de la habilidad de los científicos que las habían creado para mí. Casi podía rememorar el tacto de mi hermana en el último día de nuestra infancia, antes de que Tereo se la llevara. Nos habíamos escondido en la cocina, junto a los cantaros de aceite. Olía a vino y fruta. Cerramos los ojos y nos abrazábamos la una a la otra. Su piel estaba gélida pese a nuestra cercanía. Creí que estaba enferma y su nuevo marido no la querría. Me aferré a esa mentira para no dejarla marchar. Cuando vinieron a buscarla me agarré a su peplo y ella se desprendió de mí con naturalidad. Las criadas me llevaron a rastras a nuestra habitación donde permanecía encerrada hasta que mi hermana partió. Gracias a mi rabieta, no llegué a ver a Tereo, artífice de nuestra desgracia.

***

En la oscuridad del museo escuché el tintineo inesperado de un cascabel. Unos suaves pasos metálicos atravesaban el pasillo en dirección a mi estancia. Durante unos instantes fue como si volviera a ser humana: una sequedad amarga se apoderó de mi garganta y un escalofrío recorrió mi piel como si desfilaran por ella una colonia de hormigas. Se me olvidó mi inmovilidad y quise entregarme a las lágrimas, pues junto al umbral había aparecido una mujer de ligero aluminio, cuyos ojos aguamarina refulgían en la oscuridad. Una vid decoraba su cabello de plata y en sus hombros descansaba una piel de ciervo. En una de sus manos agarraba una ligera jabalina y en la otra mi tapiz. Cuando habló, su voz fogosa y sincera pronunció las mismas palabras que atesoró mi memoria hace mil años:

«No hay que tratar esto con lágrimas, sino con hierro, a no ser que tengas algo que pueda vencer al hierro. Yo, hermana, me he preparado para cualquier impiedad: o yo quemaré con teas el palacio real, arrojaré a Tereo, el artífice, en medio de las llamas, o le arrancaré con la espada la lengua, o los ojos y los miembros que te arrancaron tu honra, o mediante mil heridas, le sacaré su alma culpable. Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa, por grande que sea…»

Publicado por primera vez en la Antología Alucinadas V


[1] Fragmento de Las Metamorfosis de Ovidio. Ediciones Cátedra. Colección letras Universales, 2005.